Costumbres
En el horizonte, donde el mar extiende su Reino, el Sol vestido
con su pijama rojo se disponía a cerrar sus ojos y descansar, después de
acariciarnos con sus rayos dorados a todos los que nos encontrábamos en esa
playa de Chiapas. Extasiado miraba la mezcla de colores de ese hermoso
atardecer; mis pulmones llenos del olor al mar; mis pies acariciados por la
sedosa arena; mi espíritu alabando al Creativo Señor y Dios que con el poder de
su Palabra había creado algo tan majestuoso.
Si has tenido la oportunidad de mirar un atardecer en la Playa,
estarás de acuerdo conmigo que es un espectáculo sorprendente. Y, tal vez, te
ha pasado como a mí, que en esos momentos estaba plenamente convencido que
podía mirar ese hermoso paisaje, disfrutando de las sensaciones que me provocaba,
sin cansarme nunca.
Justo en ese momento, voltee a mi espalda, hacia las casas que
se encontraban a orilla de la playa. Me encontré que, a través de una ventana,
podía ver las siluetas de personas sentadas en un sillón viendo cómodamente la
TV. ¡¿Cómo es posible?! No podía creerlo, justo del otro lado de su ventana se
encontraba un paisaje maravilloso y ellos preferían perderse en las imágenes que
la Pantalla les ofrecía.
Dentro de mi pude percibir que allí se encontraba una gran
lección. Yo, en ese momento, era un turista que había salido de la monotonía de
su rutina para mirar embelesado un espectáculo precioso. Pero esas personas
vivían allí. Cada día se repetía ese paisaje a orillas del mar. Si nacieron
allí, literalmente lo habían visto miles de veces. Ya no era algo maravilloso,
ya no les atraía, el milagro se había vuelto común.
Y lo mismo, querida Iglesia, sucede con nosotros, hemos sido
testigos presenciales del mayor milagro: la salvación de nuestras vidas. Cada
día las misericordias de Dios se renuevan sobre nosotros. Pero, en lugar de
maravillarnos, de vivir expectantes ante la posibilidad de mirar y experimentar
la presencia de Dios cada día… lo miramos como algo normal. Hemos despojado la
majestuosidad del más grande milagro para vestirlo de los harapos de nuestra
rutina diaria.
Es así de qué en lugar de vivir maravillados por la grandeza de
tener un Dios poderoso dispuesto a relacionarse con nosotros, nos encontramos delimitados
por el marco de una religión creada para proporcionarnos la comodidad de
sentarnos en nuestro sillón a contemplar la vida… Y allí radica el problema, la
vida se nos escapa de las manos.
No nos acostumbremos a que el Señor se manifieste en nuestros
cultos. No demos por sentado que saldremos de viaje y volveremos a salvo,
protegidos por nuestro amoroso Señor. No dejemos de valorar la gran bendición
de poder orar en un idioma celestial que nos fue otorgado por el Espíritu
Santo. No te acostumbres a que tu Biblia estará allí en su anaquel esperándote a
que la abras y la estudies. No, no dejemos de maravillarnos del Reino al cual
hemos sido llamados.
Pues nos suele suceder que, al ser usados por el Eterno, al
obtener resultados en los asuntos espirituales los comencemos a dar por
sentado, dejamos de valorarlos.
¿Qué hacer entonces? Comencemos por ser agradecidos.
Abramos nuestros labios para proclamar las bondades de Dios, miremos las cosas
que nuestro Padre hace cada día. Y jamás demos por sentado nuestra salvación.
Ante nuestros ojos están ocurriendo cosas maravillosas en el mundo, aprendamos a verlas y disfrutarlas. Evitemos que nuestra vida cristiana se vuelva una rutina
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