¿Un día normal? Pequeña historia de esperanza



Era un día común. Un día más. Un día como cualquier otro. Empezó como siempre; el sol abanicó sus primeros rayos; siempre detrás de aquella colina. Como siempre. Cual trompo incansable, la tierra seguía girando y girando; aunque Efrén no fuera consciente de ello. Se desperezo al tiempo que sacudía la cabeza. Se levantó y comenzó a prepararse. Le esperaba una larga jornada.

A lo lejos se oía el balar de las ovejas. Saludando la mañana. Esperándolo impacientes. «Ya voy pequeñas», murmuró sonriendo. Hoy no volvería a casa. Llevaría a las ovejas a pastar del otro lado de las colinas, donde el pasto era verde. Un dejo de melancolía se coló en su corazón. ¿Cuántas veces había hecho ese viaje? Desde que tenía uso de memoria, cuando aún era un muchacho, se recordaba caminando frente a las ovejas, guiándolas con voz suave pero firme. Toda su vida había sido así. Cada día igual.

Salió al tibio aire de la mañana. Se alisó los cabellos. Todo igual pensó. Y no le gustaba pensar. Odiaba cuando se colaban en la mente esos pensamientos que no te dejaban en paz. Pues una vez que entraban se negaban a salir por más que pensaras en otra cosa. Suspiró. Demasiado tarde. Su mente, cual gato tras ratones, comenzó a perseguir los pensamientos que corrían por cada rincón.

No podemos culpar a Efrén. Las noches mirando el cielo. La inmensidad del firmamento salpicado de innumerables estrellas tiene el efecto de despertar esas ansias del alma por ser algo más que un pastor. Y en días como hoy. Efrén se preguntaba si la vida deparaba algo más que contar ovejas y mirar el cielo. En días como hoy se sentía atrapado en la amplia llanura que se extendía delante de él. ¿Qué sentido tenía hacer siempre lo mismo?

Aún con todos esos sentimientos cargados a cuestas. Efrén prefería perderse en sus pensamientos de cara a las estrellas, que ir al templo a escuchar a los Maestros disertar sobre el mundo bello y perfecto del que gozarían, claro está, si tuvieran la dicha de contar con vida en el momento de que el ansiado y proclamado Mesías pisara este mundo.

Aunque Efrén no tenía una educación como los grandes Maestros de la Ley, no se le escapaba la verdad que la proclamación del Mesías era, en muchos de los casos, el pretexto perfecto para llenarse los bolsillos, y, porque no decirle, las barrigas también. Y es que, vamos, desde que el recordaba, ya su abuelo hablaba del Mesías que vendría a devolver a su Pueblo amado la gloria que alguna vez gozó bajo el mando del Rey David. El abuelo ya se encontraba descansando bajo la tierra, su Padre había seguido el mismo camino y el Mesías no venía.

Efrén siguió caminando por la vereda que comenzaba a subir la pendiente de la colina, allá arriba encontraría a sus amigos, pastores también que llevaban sus rebaños. Caminarían juntos, era más seguro, así los ladrones lo pensarían dos veces antes de atacarlos. «El Mesías», pensó Efrén, sería maravilloso si en realidad apareciera y los librara al fin. Pero Efrén sospechaba que su cuerpo seguiría al de su abuelo antes que sus ojos tuvieran la oportunidad de ver al Mesías.

Suspiró profundamente. Un viaje más. Un día más. La melancolía le abrazaba el corazón hasta hacerle daño. Una vida que se le diluía entre sus arrugados dedos. Era un día común. Un día como cualquier otro. Un día para hacer las mismas cosas de siempre. Hablar de los mismo de siempre. —Un día sin esperanza— murmuro en voz alta. —Sin esperanza— hizo eco su mente.

* * *
Era un día común. David caminaba lentamente con sus ovejas. Caminaba con paso cansado y la cabeza baja. Lo cual contrastaba patéticamente con su cuerpo fuerte y joven. Pero, ¿De qué otra forma podría ser? ¿Cómo mantenerte erguido cuando las deudas estaban a punto de acabar con lo que más amabas en la vida?

Se acercaba la época de pago de los impuestos, y esta vez dudaba mucho que pudiera pagarlos. Pateó distraídamente una piedra. Sonrió. Así se sentía. Como una piedra pisada y aventada de aquí para allá. Sin embargo, no se deba por vencido. De hacerlo, su familia sería vendida como esclavos y eso era algo que él no podía permitir.

Se irguió. «Algo se me ocurrirá», pensó. —Oh Eterno— sus labios formularon la plegaria, pero él no era consciente de que habló en voz alta. Su mente vagaba tratando de encontrar una solución a su dilema. —Malditos romanos—: eso sí lo dijo con convicción. Deseaba de todo corazón que algo sucediera y el imperio romano fuera destruido.

Apretó los puños. Rechinó los dientes. Avivo el paso. «deberíamos pelear», pensó. Su manera de ver era simple. Si eran el pueblo elegido como tanto proclamaban los maestros de la Ley. Deberían luchar. El rostro de su bebé pasó por su mente. De no ser por él abandonaría todo y se iría a pelear con los zelotes.

Aflojo los puños. El corazón se le llenó de una neblina espesa, una sensación que conocía bien y que odiaba de todo corazón. Su corazón no tenía esperanza. Alzo la vista, miró a lo lejos y reconoció el andar pausado de Efrén. Los demás ya deben de haber llegado, pensó. Un día común. Un día más. Era terrible vivir sin esperanza.

* * * 
Era un día común. El imperio Romano se fortalecía. Sus tentáculos alcanzaban cada vez lugares más lejanos. Su sistema carretero se extendía y unía cada una de las ciudades importantes, así como las venas y arterías circulan la sangre en nuestro cuerpo. La Ley romana había sido impuesta a todos los reinos conquistados y una paz romana se extendía como la neblina de la mañana, llegando a los rincones más alejados del mundo.

Bajó ese cobijo, en ese día común, la gente se levantó a vivir un día más. El rico y el pobre comenzaban sus labores. Las madres atendían a los pequeños. Los jóvenes caminaban en las plazas con algunos amigos, otros más trabajaban. Algunos con lujos, otros mendigando por las calles. Unos más con sus ovejas y otros comerciantes. Enfermos en una cama o llenos de salud y vigor, una constante se extendía por toda esa gente de mirada opaca. No había esperanza. Al parecer el cielo se había cerrado a las plegarias.

* * *
—Es un día común— la fría risa que acompañó a la declaración paralizaba los corazones de verdadero terror. El enemigo de Dios sonrió de manera burlona, agitó las podridas alas y se elevó por los aires. No necesita alimento, pero gusta de alimentarse de la miseria y el dolor de los seres humano.

«Cómo los odio», pensó. «Creen que tienen grandeza, que son alguien, levantan sus imperios y se creen indestructibles; pero nada es nuevo. Todo lo he visto ya. Imperios que se levantan y caen. Y al final permanezco yo». Odiaba a esos inservibles humanos, pero al final su propósito se llevaría a cabo. Unificar todos los reinos de la tierra, y entonces gobernaría él sobre ellos; lo adoraría a él. Y, al fin, tomaría venganza del Padre. —¡Yo recibiré toda la Gloria!— gritó a los cielos en un claro desafío.

Observo los grandes templos de la ciudad. Miró complacido a la gente que adoraba aquellos dioses; sin saber que detrás de cada uno de ellos, se encontraba él recibiendo cada oración y adoración, el recibía la gloria de los hombres. —Todos los reinos me pertenecen— exclamo complacido extendiendo las manos. Al parecer sus sueños estaban pronto a materializarse, al parecer el imperio romano le daría lo que siempre había querido. Un Reino para gobernar a todos los humanos. Unirlos bajo su mando en contra del Dios Todopoderoso.

Torció su boca en un claro gesto de desprecio al Altísimo. Pensó en Jerusalén, en esa ciudad, en ese pueblo que tantos problemas les había dado. El odió que emanaba era tan fuerte y espeso que casi se podía respirar. Es verdad que no había podido destruir a ese pueblo. Aún no. Pero muy pronto. Muy pronto. Esa idea le provocó algo parecido a satisfacción.

Con tan solo pensarlo se trasladó a Jerusalén. Y se posó arriba del templo. «Un día común», sonrió complacido. —patéticos hombres, que creen que sirven al Dios Todopoderoso—. Se carcajeó con ganas. Pues él podía ver más allá, él conocía a la raza humana y sabía que sus oraciones no eran sinceras. Que la religión estaba podrida y que cada vez había menos corazones sinceros que trataban de hacer el bien.

—Mis odiadas marionetas— exclamó con sorna al mirar a los humanos. Los despreciaba con todo el odio que había en su corazón. Es verdad que en el pasado había tenido grandes problemas. Le ardían en su ser las humillaciones recibidas ante las oraciones de Job, los triunfos de David, el poder de Elías, la fidelidad de Josué. Pero, al final, el Padre entendió que no podía ganar, que los humanos no podían ser buenos, que estaban corrompidos, él los corrompió y no había nada que hacer. Cuatrocientos años hacía que no se levantaba un profeta, que Dios no rompía el silencio y escogía a otro de sus patéticos seguidores. Pues al final, todos terminaban pecando, todos fallaban y todos morían.

—¡Soy invencible!— gritó una vez más. Miro con desdén al templo y a la gente que estaba reunida allí antes de irse. Un día común. Un día más. No había de que preocuparse. La noche caía sobre Jerusalén. No había esperanza en el horizonte. Solo un futuro de dolor y tormento donde se levantaría como dios de todo. La ciudad y el mundo estaban en tinieblas. Batió sus alas y se fue.

 * * *
Como todos los días, el sol siguió su camino por el cielo. Mañana, tarde y, al fin, las sombras de las noches comenzaron a teñir el cielo. Porque a todo día común le corresponde una noche común. Pues, aunque las actividades cambiaran, el corazón de los hombres se llena de anhelos, luchas por el poder, temores, deseos de venganza, dolor, desesperanza.

Y en la inmensidad de esa limpia noche, una voz tronó desatando una gran actividad en el Reino de los cielos. —¡Ha llegado el momento!— El Amoroso Padre sobre su trono de fuego sonrió al pronunciar las palabras. El plan que cuidadosamente había trazado llegaba a su etapa crucial. La tensión de le espera había llegado a su fin. Inmediatamente los cielos entraron en una actividad sin precedente. Por todas partes se podía ver a los ángeles partiendo a cumplir su misión. La expectativa llenaba los corazones. Algo nuevo estaba naciendo.

No era uno, tampoco dos. Un ejército de ángeles cuidaba a una pareja. Con expectación, admiración y respeto vigilaban su camino. Nadie podría hacerles daño. Venían con ellos desde que salieron de su tierra natal, hasta que llegaron al pequeño pueblo de Belén para ser empadronados. Ahora hacían guardia en aquel pesebre. Las espadas en las manos. Nadie sin autorización podría entrar allí. Nadie podría detener el plan del Eterno y Sabio Dios.

Un grito rompió el silencio de la noche. El llanto de un bebé se dejó oír por cada rincón del establo. Y en un inmediato reflejo coordinado. Miles de ángeles se postraron para adorar al niño que amorosamente era consolado por su madre. «¡La esperanza llegó a la tierra! ¡Hijo nos es nacido! ¡Hijo les es dado hombres! ¡Mirad bien que es el comienzo de un nuevo día!» proclamaban los ángeles, mientras sus voces se mezclaban con la adoración al Padre y al Hijo que irrumpía en el mundo.

Allá a lo lejos, detrás de las colinas, en una noche común. Efrén, David y sus compañeros pastores acababan de terminar de cenar. Las tinieblas lo cubrían todo. Una oscuridad que a veces sentías que se te metía muy adentro.

Cayeron del cielo. A lo lejos eran capaces de ver a la ciudad envuelta en tinieblas, no las de la noche, las más densas; las del pecado, las de la muerte, las de la desesperanza. Conforme se acercaban escuchaban las voces de los pastores. Los conocían. Sabían de sus problemas y esperanzas. Todo cambiaría al fin. El pueblo que moraba en tinieblas estaba a punto de ver la más hermosa luz. La del Hijo de Dios.

Aparecieron alrededor de ellos, miles, alumbrando la noche. No estaban solos. No era una misión cualquiera. Porque no estaba allí un simple coro de ángeles. La presencia del Señor Espíritu Santo, la Gloria de Dios que había abandonado a Israel en tiempos de Ezequiel. Volvía a la tierra.

No escogió a sabios, no escogió a ricos, no fue a los maestros de la ley dentro de las paredes del templo, allí donde se recitaba la Torá. Fueron a los desechados, a los oprimidos, a gente común. Y los rodearon. Y el amor del Padre, el poder del Padre, la presencia del Padre se hizo palpable en cada uno de ellos. Entonces el ángel habló:
—No teman, les traigo noticias que les llenaran de esperanza. La espera terminó. Tengo el placer de informarles que el día de hoy, en la ciudad de David, el Mesías al fin ha venido al mundo. Ya no tienen que temer. Hay esperanza. Vayan. Conózcanlo— mientras él hablaba, el coro de ángeles adoraba y proclamaba la paz, la paz maravillosa e increíble, la paz entre Dios y los hombres.

Así como aparecieron, volvieron al cielo. Misión cumplida. Los pastores se levantaron apresurados y se fueron a Belén. Y en esa noche para nada común. Llegaron al pesebre y adoraron al niño. Miraban al Mesías. Miraban a su Señor. El Imperio de Dios, el gobierno del mundo residía sobre ese pequeño. Era el enviado de Dios.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Efrén. El mesías había llegado: El Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.

El Admirable Consejero. El gobernante extraordinario que guiaría el destino de la humanidad. El conocedor de todos los secretos. El que conocía todos los misterios. Aquel que es extraordinario en su trato con los hombres. El dirigente sabio.

El Dios Fuerte. El líder que va delante de las batallas. El héroe guerrero que venía a salvar el día. Aquel que terminaría con la era de sufrimiento. Quien vencería al pecado y a la muerte.

El Padre Eterno. No un líder lejano, uno cercano. Quien abriría la posibilidad de acercarnos a Dios como nunca antes. Ya no como siervos, como hijos. Y a través de Él nuestros ojos se llenarían de vida al tener la posibilidad de ser los receptores de su Espíritu Santo.

El Príncipe de Paz. Nuestro Shalom. Porque Shalom no solo es paz, también es seguridad, bienestar y salud.

Efrén, David y los pastores miraban al niño. Sus corazones se estremecían al sentir el amor y paz que emanaba. Sus cuerpos eran capaces de percibir que en ese lugar un vórtice celestial se había abierto. El Mesías había nacido. Ya nada sería igual. Y algo pasó en sus corazones, las tinieblas comenzaron a dar pasos atrás. Y sintieron aquella sensación que parecía que los había abandonado: esperanza.

* * * 
Tal vez ayer, y hoy fueron un día común. Tal vez un mes común. Tal vez un año común. Peor, una vida común. Y crees que mañana será un día común.

Los temores te pesan. Quieres volver a amar, pero tienes miedo que te vuelvan a lastimar, prometió que te amaba, pero al final te abandonó. Ya no soportas la humillación de los demás, cada día se burlan de ti y te desprecian. No cabes como llegarás al fin de mes, el dinero cada vez te alcanza para menos. Sostienes la mano de tu familiar enfermo mientras esperas que algo pase y se levante sano otra vez. No hay esperanza.

La culpa te persigue: ¿Por qué lo hice? ¿Para qué me case? ¿Por qué consentí en tener relaciones sin cuidarme? ¿Por qué lo ame? ¿Tal vez no lo eduqué bien? ¿Será que yo no sirvo para nada? Enroscadas en tu corazón y mente las preguntas te paralizan día tras día. No hay esperanza.

Fracasaste y no quieres volver a intentarlo. Diste todo, pero las cosas no salieron como pensabas, intentaste comenzar un ministerio y fracaso. No confiaron en ti. En tu Iglesia te hicieron a un lado. Aquellos que se suponía tenían que amarte te fallaron. No hay esperanza.

Te miras al espejo y solo vez a un fracasado, alguien que no es digno de recibir amor. Tal vez miras tu cuerpo sucio porque fue usado sin tu consentimiento. Tal vez miras a un hipócrita porque no puedes ser fiel a Dios. Tal vez miras a alguien que nadie quiere. Tal vez miras a un rechazado. Tal vez miras a un tonto. Tal vez miras tu futuro y no vez esperanza.
No es un día común. El punto no es si el Mesías nació hace 2000 años en Belén. Lo importante es que nazca en tu corazón cada día y la Gloria de Dios llene tu alma de su pureza y amor. Si guardas silencio. Podrás escuchar la calmada voz del Espíritu Santo diciendo: «No Temas, no estás solo

«Tu Consejero;

«Tu Héroe;

«Tu Padre;

«Tu Paz, Seguridad, Bienestar y Salud está aquí».

No vino porque fuéramos dignos. No vino porque lo mereciéramos. No vino porque fuéramos alguien importante. Vino porque no lo éramos. Vino a Rescatarnos. A amarnos. A guiarnos. A salvarnos. A abrazarnos. A rodearnos de seguridad.

Pues, al final de todo, el celo de Dios (Su Ferviente Compromiso) hizo posible tu salvación. Abre tu corazón y déjalo que nazca en él.

* * * 
Y será un día común. La gente se casará, divorciará, trabajará, vivirá. Y entonces el cielo volverá a conmoverse con la voz del Padre: —¡Es hora!—. Y nuestro Mesías vendrá a reinar, porque:

«Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto» (Isaías 9:6-7).


No lo olvides: Hay esperanza.

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