Humillados en oración - 2 Crónicas 7.14
«Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra». 2 Crónicas 7:14
Últimamente he tenido un bombardeo de noticias tristes. A pesar
de lo que muchos anunciaron, en el sentido de que al igual que el pueblo de
Israel en Gosén seríamos tocados por la plaga, la realidad es hermanos y
siervos de Dios se han vistos afectados por esta situación, incluso, muchos han
partido con el Señor. No solo eso, escuche algunas declaraciones de cantantes
cristianos que te dan mucho de que pensar. Aún más triste, los líderes de la
Iglesia que están abandonando la fe e, incluso, se han suicidado.
Mi querida Iglesia, en medio de tantas malas noticias, debemos
aferramos a la idea de que es una prioridad levantarnos, activar la fe y obedecer.
Y sí, son cosas buenas, acciones que se esperan de la Iglesia. Pero, tal vez no
es tiempo de levantarnos, sino de caer con el rostro en tierra, derramar el
corazón ante el Señor y buscar su dirección. Dejemos de aferrarnos a ser los
protagonistas y comencemos a depender del Padre y a ejecutar su voluntad.
Algo en lo que Dios me ha estado hablando mucho, es que
nosotros, los creyentes, nos creemos expertos a la hora de predicar, de
evangelizar; sabemos ejecutar bien un instrumento musical, montar una danza;
hacer congresos y campañas; dar profecías, ejecutar milagros de sanidad y echar
fuera demonios. Pero que lo más importante, nuestro carácter, es un fiasco.
Así es, no sabemos controlar nuestro carácter, ni manejar
nuestras emociones; nos cuesta mucho trabajar en equipo y aceptar las
reprensiones de otros hermanos. Y que decir de nuestros matrimonios, que en
muchos casos solo es una relación de nombre, completamente deteriorada. Y a
nuestro Dios le interesa nuestro interior; el no vendrá a buscar una novia
poderosa, lo que quiere es una novia santa.
¿Has visto como pelean los creyentes en internet? ¿Cómo unos a
otros se ofenden, se denigran y se menosprecian? Buscamos las bendiciones sin
la santidad; la protección Divina sin perseverar en sus santos caminos. ¿Cuánto
pecado ha entrado en la Iglesia? ¿Cuál crees que es el porcentaje de jóvenes
que se mantienen puros sexualmente antes del matrimonio? ¿Y cuántos lo hacen
después del matrimonio? ¿Por qué los creyentes viven en soledad y depresión? ¿Por
qué carecemos tanto de aceptación que la buscamos dónde no lo debemos de hacer?
¿Por qué hemos abandonado el binomio bíblico de hablar la verdad en amor?
Muchos son los males que aquejan a la Iglesia, pero no me
malentiendas, yo no la desprecio; creo firmemente en que su futuro será
glorioso, porque Dios no traicionará jamás su propio Nombre, por el cual
prometió transformar a los santos a su imagen y semejanza. Creo que nuestro
gran error ha sido vivir confiados, pensando que nada va a pasar; sin
prepararnos. Ahora, lo que era normal ha desparecido y como Iglesia debemos de
hacer las cosas diferentes, transformarnos por dentro.
Ya leíste el texto sobre el cual vamos a estudiar esta vez,
vamos a cambiar el paradigma, quitarnos por un momento el manto del creyente
cómodo que extiende su mano al cielo solo para pedir y recibir. Vamos a tomar
nuestro lugar como barro delante del alfarero, ante el duro y cruel torno en el
que seremos transformados. Te recomiendo que leas mi artículo anterior, llamado
la “Nueva Normalidad”, donde explico la Soberanía de Dios y la necesidad que
tenemos de arrepentirnos.
Brevemente te diré que la Iglesia va a pasar un periodo de
disciplina y entrenamiento para aprender a vivir bajo la Soberanía de Dios. Lo
cual será esencial para los tiempos difíciles que se vislumbran en el futuro.
Ahora, nos toca arrepentirnos, orar y dejar nuestros malos caminos. Incluso, de
aquellos pecados «aceptables». Recordemos que «El principio de la sabiduría es
el temor a Jehová» (Proverbios 1:7).
Espero que haya sinceridad en tu corazón y el reconocimiento de
que necesitamos un cambio profundo e interior. Si este es tu deseo, si anhelas
profundizar tu relación con Dios, entonces el siguiente mensaje es para ti.
Toma un momento para leer otra vez nuestro texto, hazlo como si saborearas tu
postre preferido, despacio, piénsalo y pide al Señor que te revele los
principios que se encuentran en él. ¿Comenzamos?
«Si», esta pequeña palabra con la que empieza el verso nos
revela tantas cosas. Salta a la vista que está hablando de una condición para
recibir la bendición específica de ser perdonados y nuestra tierra sanada.
Desgraciadamente, se nos ha impulsado a declarar la sanidad de la tierra sin tomar
en cuenta la, o las, condiciones que el texto nos impone para que esto suceda.
La gracia es una verdad bíblica simple, y a la vez, profunda.
En la práctica, muchas veces nos perdemos a la hora de tratar de entenderla. Más
ante este cristianismo «light» que se nos ha colado muy dentro de nuestros
gustos, en lo que se nos hace creer que recibiremos todo lo que Dios tiene por
nosotros sin hacer nada. Pero, ¿si hago cosas para obtenerlo entonces ya no es
gracia? Ese es el punto, ¿Dios espera que hagamos algo o solo que recibamos por
fe? Estoy seguro que esta es una cuestión que te ha confundido alguna vez.
Porque lo que comúnmente se enseña, por un lado, es que solo se
necesita fe, que si creemos, podremos obtener o que deseamos. Así, has podido
ver, al igual que yo, infinidad de vídeos de hermanos declarando el fin del
COVID-19… lo cual no ha sucedido, ni tampoco nos protegió recitar el Salmo 91.
Entonces, ¿tengo que ganarme la protección de Dios? Hacerlo es lo que ha
generado tanta religiosidad dentro de las congregaciones ¿entonces?
Seamos claros, la salvación y todas las demás bendiciones no se
pueden ganar, son bendiciones que Dios ha puesto a nuestra disposición; y sí,
se requiere fe para recibirlas, tal como dice Hebreos 11:6, que debemos
acercarnos con fe al Padre creyendo que el premia a quien le busca. Pero, la fe
debe estar acompañada de obediencia. ¿Cuáles son las reglas que debo cumplir
para obtener las bendiciones de Dios? Eso es sencillo de responder: debes de
obedecer los mandatos que Él ha dispuesto, ni uno más.
Allí es donde radica el problema de los creyentes que creen que
estarán a salvo de todo mientras siguen viviendo la vida a su manera, eso no es
gracia, es tratar de burlar a Dios. Como he dicho muchas veces, vivimos en
medio de una sociedad que lucha por sus derechos, defiende la relatividad de
las cosas, aboga por las «libertades» personales, con el único fin de poder
vivir satisfactoriamente sin tener que rendir cuentas.
Y esa mentalidad se ha infiltrado en nuestras congregaciones,
queremos todas las bendiciones espirituales para nuestro disfrute, sin tener
que rendir cuentas de lo que hacemos; pues, al final, siempre tenemos una
excusa para nuestros errores, deslices y caídas (eso que la Biblia señala como
pecado, pero que nosotros le hemos cambiado el nombre para que no suene
ofensivo).
Entonces, las Escrituras nos enseñan que la gracia debe ir
acompañada de obediencia de nuestra parte. Miremos lo que nuestro texto nos
dice: «si». Como dije en un principio, esto habla de una serie de condiciones
que necesitan establecerse antes de recibir la sanidad de la tierra. Sin
embargo, veremos en acción la gracia de Dios en todo el proceso, analizando
este verso a la luz de las verdades de la gracia reveladas en el Nuevo
Testamento.
Antes de comenzar a analizar las condiciones que el cielo nos
pone, quiero hacer notar otra cosa en este texto, me saltaré una palabra para
centrarme en la frase: «mi pueblo». Esta frase está conectada, claramente, a la
primera «sí… …mi pueblo». ¿En qué quiero que pongamos atención? En que este
mensaje solo está dirigido a aquellos que le pertenecen a Dios.
Por favor, observa que Dios quiere lo mejor para nosotros, pero
que ha diseñado un camino para obtenerlo. No nos dará todas las cosas para que
vivamos cómodamente, ajenos a la responsabilidad de representarlo ante la
tierra. Siendo imagen de su carácter y no solamente de su mensaje. Me fascina
esa palabrita que denota posesión: «mi». Le pertenecemos al Padre, somos su
Pueblo y, como tal, estamos llamados a obedecerle.
Por favor, abre tu corazón a esto: Dios disciplina a aquel que
le pertenece, al que ha adoptado como hijo suyo (Hebreos 12:7; el texto,
incluso, usa la palabra «azotar»). Pertenecer a Dios no solo nos da acceso
ilimitado a las bendiciones, también, incluye el ser «educado» en los caminos
celestiales. ¿Qué piensas cuando ves a un niño gritándole a sus papás? Exacto,
que es maleducado. Muchos padres modernos han claudicado de su responsabilidad
de educar a sus hijos, pero el Padre celestial no lo ha hecho, ten la seguridad
de que Él nos disciplinará para llegar a ser como Él. Dejando claro esto,
pasemos a la primera cosa que nuestro Dios nos pide:
«Humillare». Esta palabra rompe nuestra comodidad y nos hace
revolvernos en nuestro asiento. ¿De verdad Dios espera que seamos humillados?
De hecho, desea que tomemos la iniciativa para hacerlo. Pero, vamos a
profundizar en esto. Cuando hablamos de la humillación ante Dios varias cosas
me vienen a la mente.
Primero, dentro de sus disciplinas Dios permite que seamos
humillados. Sí, sé que esto no es muy popular, pero es una verdad que está
presente en todo el relato bíblico. Incluso se nos indica que: «¡Aun Jesús,
siendo Hijo de Dios, tuvo que aprender por medio del sufrimiento lo que es la
obediencia!» (Hebreos 5:8 NBV). Así que, si el mismo Señor tuvo que aprender la
obediencia, ¡no podemos escapar nosotros! Si la humillación es una herramienta
para perfeccionarnos, ten la seguridad de que Dios la permitirá.
Segundo, la humillación pone las cosas en perspectiva. Los
seres humanos somos especialistas en acomodarnos, el Señor nos «despierta» a
través de la humillación. Es entonces que nos volvemos al Señor para pedir
ayuda, pues la humillación nos «recuerda» nuestra humanidad y la necesidad de ser
rescatados por nuestro Dios.
Tercero. La humillación es el martillo de Dios para destruir
nuestra carne. Aunque no nos guste reconocerlo, estamos llenos de deseos de
controlar y poseer, de vivir a nuestra manera, de actuar conforme a nuestros
principios… aunque nos pongamos una máscara «cristiana» para disfrazar nuestras
intenciones. Andamos por la vida muy satisfechos con nuestro avance espiritual,
llega la humillación y expone toda la fealdad de nuestra carne al reaccionar de
maneras negativas ante ella. Sabes de lo que hablo ¿verdad?
De hecho, un humilde no puede humillarse porque él ya es
humilde por naturaleza; es al orgulloso al que se le puede humillar. Si me
siento humillado, es porque hay orgullo en mi corazón. Pero, además, debo de
entender que Dios está actuando directamente con mi carne para poder ser
liberado de su acción, su amor me lleva a ese punto en el que necesito de Él.
Cuarto, y lo más importante, el Padre solo se acerca a los
humildes, Él no tiene trato con los orgullosos (Salmo 138:6; Santiago 4:6).
Solo un corazón humilde puede acceder a la gracia y a los misterios del Padre. Porque
Él no comparte su Gloria con nadie (Is. 42:6). Así que la humillación tiene
como final intención acercarnos al Padre y profundizar nuestra relación con Él.
Vamos a centrarnos en nuestro texto. Salomón está dedicando el
templo que le había construido al Señor. En el capítulo anterior él hace una
oración para dedicar el templo. Es una oración hermosa, de total dependencia a
Dios. Salomón reconoce que el pueblo de Israel (al igual que toda la humanidad)
tenía una inclinación natural a pecar, lo que provocaría la disciplina de Dios
en forma de plagas, sequías, etc. Así que da por sentado que en algún momento
fallarán, y sus pecados provocarán una respuesta desfavorable desde el cielo.
Él le pide a Dios, que cuando se encontraran en medio de la
disciplina, llámese sequía, plaga, derrota ante los enemigos etc. si ellos
oraban hacia el templo y pedían perdón, que los escuchara y los restaurara.
Cuando Salomón terminó de orar, Dios respondió con fuego del cielo, que quemó
los holocaustos, y su Gloria llenó la casa (¡Qué momento más impresionante!).
Durante ocho días se hacen sacrificios y fiesta delante del Señor.
Cuando todo acaba, Dios se le aparece a Salomón en sueños y le
contesta su oración. Observa lo que le dijo: «Yo he oído tu oración, y he
elegido para mí este lugar por casa de sacrificio. Si yo cerrare los cielos
para que no haya lluvia, y si mandare a la langosta que consuma la tierra, o si
enviare pestilencia a mi pueblo; si se humillare mi pueblo» (v. 12-13). Es
importante estas palabras del Eterno, porque nos dan el contexto para poder
entender nuestro texto.
Una vez más, vemos como nuestros pecados ocasionan respuestas
celestiales en contra de nosotros. Específicamente, en este verso, se mencionan
sequías, langostas y pestilencias. ¿Ya observaste? ¡Es exactamente lo que
estamos viviendo! Ante eso, el Padre da una esperanza para nosotros; que es
precisamente el texto que estamos estudiando; y de allí su importancia. Estamos
en medio de una plaga, ahora, en México, se ha sumado un terremoto ¿nos moverá
esto a humillarnos y orar?
Pero, bien, surge la pregunta obligada: ¿Cómo me humillo?
¿Tiene que ver, acaso, con poner una cara larga y llorar amargamente mientras
oramos? Aunque puede ser evidencia de humillación, es más importante nuestra
actitud e intenciones. El texto nos da la clave para entender esto. Hace tiempo
el Señor me dio una revelación con este pasaje.
Era un tiempo en que, debo reconocer, me había «entibiado»; mi
oración no era lo que debía de ser. Un día, me dio un ataque de migraña (suelen
darme de vez en cuando). Pero ese día dije: «no puedo estar así, voy a luchar
contra este dolor hasta que se vaya» (en mi experiencia la migraña, aunque sea
un malestar físico, siempre está relacionada con una opresión espiritual). Oré,
reprendí, declaré, volví a orar. Después de hacerlo por una hora… el dolor de
cabeza persistía.
Me rendí. Frustrado por que no se iba ese dolor de cabeza.
Entonces pensé que la culpa la tenía yo por relajar mi vida espiritual. Oré y
le pedí perdón a Dios. Me lance de nuevo a orar en contra de ese dolor… no se
fue. Más frustrado aún, comencé a preguntar a Dios la razón por la que no se
iba ese dolor. En mi corazón sentí leer la Escritura. Comencé a leer 2 Crónicas
6. Al principio, pensé que había sido una idea de mi corazón tomar mi Biblia,
pero, gentilmente, sentí que Dios me instaba a seguir. Y lo hice.
Cerré la Biblia, comencé a orar y percibí que el Señor me
comenzaba a mostrar la verdad en este texto. Me di cuenta que mis malas
decisiones generaban consecuencias nada gratas; me llevaban a situaciones en
las cuales sufría por mi rebelión y terquedad. Entonces, quería congraciarme
con Dios, al levantar y salir por mí mismo de esas situaciones en las cuales me
había metido. Pensaba que Dios se iba a agradar de mi esfuerzo y pasaría por
alto mi rebelión. No me daba cuenta que, en realidad, estaba siendo orgulloso,
tratando de salvarme con mi propio esfuerzo. Como en el caso del dolor de
cabeza, tratando de librarme de él con la «oración correcta».
Entonces escuché la voz del Espíritu de Dios susurrando en mi
corazón. «No eres tú, soy yo. Si te encuentras en medio de las consecuencias de
tu pecado, no vas a poder salir de allí por ti mismo. Porque, entonces, sería
tu mano la que te salvo». Entendí esto, y le pedí perdón; le dije a Dios que no
iba a ser por mi mano, que lamentaba lo que había hecho y que dependía de Él.
En ese mismo instante… el dolor desapareció. De hecho, allí comencé a entender
que era la Gloria de Dios.
Entonces, cuando el texto dice: «si se humillare mi pueblo», lo
que está tratando de decirnos es que nos pongamos en la actitud de reconocer.
¿Qué debemos reconocer?
Que hemos pecado, que nuestras acciones nos han alejado del Padre.2. Que las consecuencias de nuestros pecados son justas. Como se nos hace difícil tomar nuestra responsabilidad ante las disciplinas del Señor. Piensa, si el COVID es un juicio del cielo ¿te ves como responsable de él? Tendemos a pensar que no. Creemos que al pedir perdón no cosecharemos las consecuencias de nuestros pecados.3. Que no podemos salir por nosotros mismos de las consecuencias del pecado. Es imposible que arreglemos las situaciones en las que nos metemos, solo las enredamos más. Tan solo observa como enfrenta el mundo, y nuestros dirigentes, la Pandemia. Los seres humanos no podemos arreglar nuestros propios desastres, ni salvarnos de nuestros pecados.4. Que necesitamos a Dios. Al final, todo trata de esto, de entender que no somos autosuficientes, ni tan inteligentes como nos creíamos. Mira como nos ha avergonzado como sociedad un pequeño virus, recordándonos lo frágiles que somos. Reconozcamos que necesitamos volver a alinearnos con los preceptos divinos, adoptar su verdad y salir de nuestros egoísmos.
Tomemos la actitud correcta
al acercarnos a Dios. Este mundo se ha rebelado de todas las formas posibles
ante Dios. Desgraciadamente, la Iglesia no es la excepción. Y aunque aleguemos
inocencia de los cargos, la verdad es que muchos hemos pecado de indolencia, de
indiferencia ante lo que sucede, viviendo nuestras vidas como si nada pasara.Es tiempo de humillarnos ante
Dios. Ahora que sabemos como vestirnos de la actitud correcta, podemos doblar
las rodillas en señal de rendición.
«Sobre el cual mi nombre es invocado». Creo que la más grande
falta que ha cometido la Iglesia es que ha olvidado que «lleva su nombre» (como
dice la versión NTV). Aunque proclamamos que somos propiedad de Dios, nuestro
accionar como Iglesia, en general, nos desmiente. Pero, al mismo tiempo, eso
nos pone en una posición de responsabilidad y privilegio, porque solo la
Iglesia tiene el acceso al Padre para detener la Pandemia.
Así es, es nuestra responsabilidad. Solo la Iglesia puede
acercarse al Trono de Gracia en donde «recibiremos su misericordia y
encontraremos la gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos» (He. 4:16
NTV). Es la Iglesia la que ha sido lavada con la Sangre del Cordero y, por lo
tanto, puede interceder ante el Trono de Dios. Somos el Pueblo que invoca su
nombre.
Invocado, esta palabra significa «clamar a viva voz», según el
diccionario de Vine, también es usada como «llamar». Me quedé pensando en esta
frase, en como el Padre dice que es el pueblo que lo «llama», con la idea de
que Él les responde. ¿No es hermoso esto? El Pueblo llamaba a Dios en voz alta
y Él salía a su encuentro, ¿por qué? Porque es «su» pueblo. Ese es el hermoso
privilegio que tenemos.
Mira como va avanzando el texto, ante los juicios y/o
disciplinas de Dios reaccionamos humillándonos, al reconocer nuestro pecado y
la necesidad que tenemos de Dios. Lo llamamos, clamamos por su presencia y
favor, con la seguridad que nos da el saber que somos su pueblo, de que le
pertenecemos. Pero el texto continúa. Dios nos pide humillarnos, pero hay más
instrucciones.
«Y oraren». Esta palabra hebrea es jalal la cual significa «juzgar»; de donde se deriva su significado
de «interceder». Creo que es claro lo que el Señor pide, al reconocer que hemos
pecado, comenzamos a interceder para que Dios actúe a favor de nosotros.
Ahora, me llamó mucho la atención una acotación que hace el
diccionario de Vine respecto a esta palabra, dice que no queda claro porque se
usa la modalidad del verbo de esta palabra para la intercesión, pues como se
encuentra, en sentido reflexivo, refiere la acción al sujeto. ¿Lo ves? La
responsabilidad queda en nosotros. Como humanidad hemos pecado, no podemos
librarnos a nosotros mismos, nos humillamos y le pedimos a Dios que nos libre.
Y oramos, intercedemos, pues fuimos nosotros los que nos desviamos, clamamos
porque Dios nos sea propicio y arregle los enredos que hemos hecho. Que dicho
sea de paso, son humillantes para nosotros.
«Y buscaren mi rostro». Al igual que en español, la palabra
buscar en hebreo hace referencia al deseo de encontrar algo que se había
perdido. Además, indica el deseo de encontrar a alguien para obtener algo de
él, como una audiencia ante el Rey. Y, por último, va acompañado de un deseo de
encontrar algo para lograr un plan o cumplir un propósito. Y creo que todo
calza a la perfección con este texto.
No buscamos el rostro de Dios, en lo que se refiere a este
texto, porque lo hemos perdido; puesto que no podemos huir ni escondernos de su
presencia. Buscamos el Rostro de Dios en dos sentidos. El primero, es porque
hemos perdido su favor, la relación que teníamos con Él se ha truncado. Así que
lo buscamos en oración, intercediendo para que muestre misericordia y vuelva a
actuar a nuestro favor.
En segundo lugar, buscamos su Rostro porque tenemos el
propósito de ser liberados del juicio de Dios. Buscamos una audiencia con el
Padre para que todo vuelva a su plan original. Claro que no solo debemos buscar
ser liberados, debemos cambiar la actitud, pero esto tiene que ver con la
última condición, que más adelante explicaremos.
La palabra buscar también sugiere un lapso de tiempo. Cuando
buscamos algo es porque no lo encontramos a la primera, lo hemos perdido, no
sabemos donde está. No seamos como los niños que, al pedirles que traigan algo,
se asoman al cuarto y declaran: «No está, ya lo busqué». No con arrodillarnos
un día y orar esta pandemia se va a detener (ya muchos lo han intentado,
incluso, subiendo los videos de sus oraciones en internet). La búsqueda de su
Rostro requerirá tiempo, debemos poner atención, continuar la búsqueda, hasta
encontrarlo.
Fíjate como el verso no dice «búsquenme»; dice claramente
«busquen mi rostro». Esta frase me llamó mucho la atención. Creo que puede
significar que Dios nos está pidiendo que demos la cara para reconocer lo malo
que hemos hecho. Recordemos que en Génesis, cuando llamó a cuentas a Adán, este
se escondió. Hoy muchos creyentes están «escondidos», conformes con la vida que
tienen, atrapados con los afanes de este mundo. Dios nos pide verlo a la cara y
confesar lo que hemos hecho
Sin embargo, también encuentro algo alentador. Cuando un Padre
te pide que lo veas a los ojos y confieses lo que has hecho; lo que busca es
restaurar la relación con su Hijo. Buscar el Rostro de Dios es mirarlo a los
ojos y recibir su disciplina para reestablecer nuestra relación con Él.
Llegamos al punto culminante de nuestra responsabilidad, de los
pasos de obediencia que se nos han requerido, lo cual se puede ver en el texto
fácilmente con la conjunción «y»: Humillaren, «y» oraren, «y» buscaran mi
Rostro, «y» se convirtieren de sus malos caminos. No es suficiente con orar y
tener la intención de acercarnos a Dios, debe de existir un resultado visible.
Entonces, el último paso es «convertirse», cuyo significado etimológico
es «volver al punto de partida». En este sentido, habla de regresar al punto en
el que nos desviamos. Por supuesto, convertirse tiene que ver con el
arrepentimiento, con la idea de abandonar nuestra conducta y volver a tomar los
caminos de Dios… lo cual no es fácil, razón por la que necesitamos la
intervención de Dios.
Hablemos, entonces, del arrepentimiento. Mira, cualquiera se
puede sentir miserable por fallarle a Dios… por las razones incorrectas. Por
ejemplo, a veces no nos sentimos realmente culpables, lo que queremos es evadir
el castigo. Otras veces lloramos y lamentamos porque queremos que Dios se
enternezca y pase por alto nuestro pecado (como los niños que hacen berrinche).
Debemos reconocer que a la hora de arrepentirnos entra en juego, como siempre,
nuestra carne y hecha todo a perder.
Meditemos con toda sinceridad. ¿Me duele el hecho de lastimar a
Dios con mi pecado, o me duele más el saber que fracasé? ¿Quieres presentarte
sin mancha ante Dios para alabanza de su Gloria o para satisfacer tu deseo de
sentirte satisfecho de haberlo logrado? ¿Deseas en realidad que Dios tenga el
control de tu destino, o anhelas que guíe tus pasos solo para no sufrir la
humillación de equivocarte y sufrir las consecuencias? Como puedes darte
cuenta, aun cuando decimos arrepentirnos, nos encontramos con que nuestra carne
nos arrastra buscar nuestro beneficio y no a sentirnos dolidos por el pecado
cometido y, así, haberle faltado a Dios.
¿Por qué crees que muchas de las «conversiones» no son
efectivas? La Biblia dice que somos salvos al responder a Dios con fe y
arrepentimiento a la salvación efectuada por el Señor Jesús en la cruz. Sin
embargo, en la práctica hemos cambiado eso por la repetición de una oración, en
la que no interviene el arrepentimiento. Y si no hay arrepentimiento ¿cómo
podré cambiar mi conducta? Si el comienzo en el evangelio comenzó mal, los
cimientos no están bien plantados, ¿cómo crees que se desarrollará esa vida?
Por eso muchos sufren al tratar de vivir en santidad dentro de la Iglesia.
Déjame ser claro y directo en este asunto: ¡El arrepentimiento
lo otorga el Espíritu de Dios! (Jn. 16:8). No es algo que generamos dentro de
nosotros. Como dije, el ser humano es incapaz de reconocer su pecado, de
alejarse de él y de volver a Dios. Eso es algo que viene de Dios y que
recibimos por gracia. ¿Cómo lo hacemos entonces?
Todo comienza con humillarnos, como ya dijimos. Reconocer que
obramos mal y buscar a Dios en oración. En ese reconocimiento, en esa búsqueda,
el componente más importante es entender que no somos capaces de volver a Dios
por nosotros mismos; que no podemos generar por nosotros mismos el sentimiento
de dolor por nuestros pecados y, muchos menos, el aprender a odiarlo. Allí es
donde se hace más fuerte y más real la humillación.
Me hace pensar en Pedro, que al calor de su relación con el
Señor Jesús le dijo que por nada del mundo lo dejaría. Incluso, que moriría por
Él. Todos sabemos el resultado, terminó negando al Señor. Pero no nos
apresuremos a menear la cabeza en señal de desaprobación ante este hecho… pues
somos igual que él. Hablamos de Dios, le cantamos y le prodigamos promesas de
amor y fidelidad. Pero cuando la humillación revela la verdad de nuestro
corazón, nos alejamos avergonzados.
Mira lo que ha hecho la Pandemia, Dios está llamando al
arrepentimiento y gran parte de la Iglesia se ha adaptado y continúa con su
vida. Aunque oramos, nuestro corazón no responde a nuestro anhelo por
arrepentirnos y acercarnos a Dios. Aquí es donde nos humillamos, y comenzamos a
decirle a Dios: «Tengo un corazón que no se duele, pero anhelo estar contigo, permíteme
arrepentirme».
Como todo lo que proviene de Dios, se recibe por revelación.
Dobla tus rodillas y comienza a orar: «revélame el pecado de mi corazón, y
revélame la gracia en tu Hijo». Créeme que Dios te escuchará, te lo digo por
experiencia. Te mostrará pecados de los que ni siquiera eras consciente; te
llevará a aceptar actitudes negativas que otros te habían señalado, pero que no
querías aceptarlo; en suma, te mostrará que tan perverso es tu corazón. Pero, a
la vez, te extenderá la mano y entenderás lo que es la gracia, sabrás lo que es
ser perdonado.
En ese acto, sentirás dolor por haber lastimado el corazón de
Dios. Te avergonzarás de tus pecados y de tus justificaciones. Y te sentirás
amado. Allí es cuando el corazón cambia, por eso es una búsqueda, porque
requiere tiempo. Volvemos al texto. Dios nos pide convertirnos, regresar al
punto de partida.
Mientras esperas por la revelación de quien eres y, más
importante, la revelación de quien es tu Dios, debes de obedecer en fe a lo que
Dios te manda, aunque no sientas el deseo de hacerlo. Me gustó lo que Dios le
dijo al Pastor Ray Mattos cuando dice que, parafraseando, si hacemos lo que
Dios nos manda, aunque no sintamos deseo de hacerlo, no es hipocresía, es
obediencia.
Así que, a la vez que oramos, abandonemos nuestros malos
caminos. No importa lo difícil que pueda resultarnos. Si Dios nos pide
perdonar, hagámoslo. Si tu matrimonio se desmorona, comienza a comportarte como
Dios te manda. Si estás envuelto en un pecado, abandónalo. Si Dios te pide
romper una relación (de amistad o noviazgo, aclaro), hazlo. Si debes abandonar
hobbies porque Él te lo pide, pues es el momento de hacerlo.
Estamos en medio de este juicio (leve, si lo piensas); pero en
nuestro horizonte se vislumbran más. El pecado está aumentando, la tierra ha
decidido expulsar a Dios de sus leyes y sistemas de pensamiento. La Iglesia
está infestada de pecados y religiosidad. Es momento de escuchar lo que Dios
dice, humillémonos, comencemos a interceder, busquemos el Rostro de Dios y
abandonemos nuestros malos caminos. ¿Qué hará nuestro Dios ante eso? Tres
cosas.
Lo primero, «oirá desde los cielos». ¿Habrá algo más
maravilloso? Mira, ¿Por qué tendría el Padre, Señor de todo, escuchar a sus
siervos que se rebelaron? ¿Por qué debería darnos una oportunidad más? Las
personas se han hecho una imagen de un Dios que soportará todo, que tolerará
todas las groserías que le hagamos. Pero no es así, la Escritura dice que es
Misericordioso, y que es lento para la ira; no dice que no se enoja, sino que
es paciente. Y ese Dios maravilloso, ante la humillación y obediencia de su
Pueblo, los escucha desde los cielos. Nos pondrá atención. El Dios Todopoderoso
nos escuchará.
Lo segundo, «perdonaré sus pecados». Libertad. La libertad
de ver al Señor a los ojos y saber que entre Él y nosotros no se interpone
nada. La dicha de ser amado, aceptado, de poder disfrutar la identidad como
Hijo de Dios. La seguridad de estar en sus manos. Por eso el Rey David declaró: «¡Qué felicidad
la de aquellos cuya culpa ha sido perdonada! ¡Qué gozo hay cuando los pecados
son borrados! ¡Qué alivio tienen los que han confesado sus pecados y a quienes
el Señor ha borrado su registro de delincuencia y que viven en completa
honestidad!» (Salmo 32:1-2). No hay felicidad más grande que la de saberte
perdonado.
Lo tercero, «sanaré su tierra». Aquí estamos hablando de
restitución. Si había sequía, Dios mandaría lluvia. Las plagas serían quitadas.
Las pestes se detendrían. Los enemigos serían vencidos. Si observas, es lo
mismo que dice en Joel, aunque el añade la maravillosa promesa del Espíritu
Santo. Dios sanará. Que hermosa es esa palabra y es una promesa para el que cumple
obedientemente con lo que Dios manda.
Es interesante notar el orden en que Dios pone las cosas, a los
creyentes les encanta hablar de la restitución, de la sanidad de la tierra
¡Hasta declaran que le ordenaran al diablo que les restituya! Como puedes
observar, comienzan por el final, declarando protección, restitución; quieren
la bendición sin pasar por el orden que Dios establece. Incluso, recitan de
memoria esta porción de la Escritura, pero no la ponen en práctica.
Primero está la humillación, la intercesión, la búsqueda y la
conversión; luego viene la relación, el perdón y la sanidad. Es muy claro. Solo
me resta decir que esta no es una oración que se hace mecánicamente, que
alguien dice «perdónanos» y los demás decimos «Amén» y luego continuamos con
nuestra vida.
Estamos hablando de clamor, de dolor, de abrirnos a la realidad
de Dios. ¿Cómo ora alguien que se sabe condenado y perdido? ¿Cómo lo hace aquel
que se da cuenta de su maldad y de lo que merece? Así es como debemos orar. Con
el corazón, con profundidad, con clamor. Comencemos a hacerlo, si queremos que
Dios sane nuestra tierra. Unámonos en oración.
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