Día 2. ¡Deja la terquedad!


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«Así que cambia la actitud de tu corazón y deja de ser terco» Deuteronomio 10:16


Hay unas características que están definiendo las nuevas generaciones, esa necesidad de que su voz sea escuchada, que sus derechos sean validados y la libertad de actuar de acuerdo a su personal interpretación de vida. Como es de esperar; estos puntales de la sociedad han sido introducidos dentro de la Iglesia.

Sin embargo, como creyentes nos enfrentamos a un gran dilema. De hecho, el Señor se toma su tiempo para prepararnos y llevarnos a ese punto donde chocamos con la más grandiosa fuerza: La voluntad del Padre. Así es, es una cita a la que todo creyente debe asistir, el lugar exacto donde nuestros derechos, iniciativas, vida emocional, paradigmas, expectativas, razonamientos, topan con pared y caen en mil pedazos.

Aún el Señor Jesús llegó a ese punto culminante, en medio de la soledad, su clamor en oración se elevaba al Padre: «Si es posible, que pase de mí esta copa; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Sometiéndose así, a la cruz y al escarnio. Sin embargo, el punto esencial de esta historia no es la cruz; pues, aunque la cruz trajo la mayor bendición al mundo, era solo el inicio; el Señor no terminó en la cruz, avanzó por la gloriosa luz de la resurrección y culminó con su entrada de honor ante el Padre, siendo glorificado para siempre.

Y es que, querida Iglesia, cuando hablamos de la voluntad de Dios, los creyentes le solemos imputar características negativas: «¿Qué voy a tener que ceder?» «¿A qué se me pedirá renunciar?» «¿A dónde me va a mandar Dios a residir?» «¿Qué clase de pareja me dará Dios si Él la escoge?» etc. En medio de este cristianismo «light» que hoy experimentamos, donde tomamos el cristianismo como la enseñanza de metodologías que me permitirán ser servido por Dios; ser avalado por Él en mi manera de vivir; la idea de tener un enfrentamiento con su voluntad suele producir temor.

Pero, detengámonos un momento, querida Iglesia, no veamos la destrucción de nuestras ideas, el sometimiento de nuestros «derechos», el negarnos a usar nuestra libertad como nos plazca, como algo negativo. Detengámonos un momento, tomemos una gran escalera, subamos hasta el cielo y veámoslo desde el punto de vista del Padre.

Nuestro Dios es sabio, la profundidad de sus pensamientos, sus designios y propósitos no pueden ser medidos. De hecho, mientras más pasa el tiempo y más lo conozco, más me doy cuenta de que esta vida no me alcanzaré para entenderlo en su totalidad. Pues bien, armémonos un poco de esa sabiduría y pongamos atención a lo que nos enseña el Padre.

Las Escrituras nos muestran que el Señor creó este planeta y nos creó a nosotros. Así que, como creación de Dios, estamos sujetos a los propósitos de Dios, a sus reglas y, por supuesto, a su voluntad. Es así de sencillo. Uno de las máximas que define mi Teología es: «El cristianismo trata de Dios, no de nosotros».

Pues bien, entonces ese Padre amoroso nos ve desde el cielo; y se da cuenta que vivimos en oscuridad, pues, aunque hemos sido redimidos de una forma gloriosa, aún seguimos en la lucha con nuestra carne, y es allí donde se encuentra el problema, pues nuestra humanidad nos ha acostumbrado a vivir para nosotros mismos, a querer tener siempre la razón, a querer ganar todas las discusiones, en fin, a que se valoren y respeten nuestros derechos y voluntad de acción.

Pero lo que no nos damos cuenta es que nuestra humanidad tiene otra característica: Por su misma definición, nuestra cosmovisión de las cosas es limitada, cerrada, y, tenemos que admitirlo, muy pobre. Es entonces que este texto cobra relevancia, y espero que golpee duramente tu corazón como lo hizo conmigo cuando lo leí: «Deja de ser terco».

Simplemente si hiciéramos caso de estas cuatro palabras, si dejáramos de aferrarnos a nuestras ideas, a los caprichos que anidan en nuestro corazón, a los deseos impuros que inflaman nuestra alma, al «derecho» de vengarnos, de guardar resentimiento y amargura en el corazón. Si simplemente dejáramos de ser tercos y respondiéramos a su invitación para pasar tiempo en oración y estudio de la Palabra, todo sería muy diferente.

En estos días se está cimbrando la tierra, estamos encerrados, las cosas están cambiando; nuestra seguridad como humanidad se tambalea, y solo es el principio. Y muchos se levantarán en contra de su Creador; y muchos creyentes seguirán peleando por sus propias ideas y métodos. Y el Padre seguirá invitando: «deja de ser terco».

Cuando un Padre ve que algo va a significar un daño para sus hijos, lo quita de enfrente, aunque sus pequeños no lo entiendan. Eso es lo que hace nuestro Padre, traza sendas en las cuales nuestro orgullo sea golpeado, hasta que llega el glorioso día en que es destrozado a la luz de su amor. Es nuestro Dios quien siempre nos guía a esos procesos y nos sostiene en ellos. Pero, serían mucho más sencillos, si no fuéramos tan necios de querer seguir nuestro parecer.

No sé tú, querida Iglesia, pero yo no quiero que mi Señor y Dios me defina como «Terco». Por eso, doblo mis rodillas, cambio la actitud de mi corazón, y me acerco al Señor para ser transformado en su luz. Deja de pelear, de luchar, abandona tus humanos propósitos; ven, arrodíllate conmigo, recibamos encomiendas y propósitos divinos. Humillemos nuestro rostro… nuestro Dios sanará nuestra tierra. Vamos, deja la terquedad, abandona la actitud de tu corazón, querida Iglesia, es tiempo de ser una morada digna de su Presencia.

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