Día 47. Enseñando a escuchar a Papá
Día 47 de la contingencia COVID-19
«Samuel todavía no conocía al Señor, porque nunca antes había recibido un mensaje de él. Así que el Señor llamó por tercera vez, y una vez más Samuel se levantó y fue a donde estaba Elí. —Aquí estoy. ¿Me llamó usted? En ese momento Elí se dio cuenta de que era el Señor quien llamaba al niño. Entonces le dijo a Samuel: —Ve y acuéstate de nuevo y, si alguien vuelve a llamarte, di: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así que Samuel volvió a su cama». 1 Samuel 3:7-9
Nací en una familia cristiana. Todos los domingos íbamos a la
Iglesia y entre semana hacíamos culto familiar. Así que desde muy pequeño me
instruyeron en que debería orar. La definición más sencilla de la oración la
aprendí en la Escuela Dominical: Orar es platicar con Dios. Sin embargo,
conforme crecía, mi tiempo de oración se parecía a algo más como un monólogo;
en el que me presentaba delante de Dios y me soltaba a hablar, y hablar, y
hablar. Resulta obvio que eso no era una plática.
Para que exista eso que llamamos «plática» entre dos personas,
hay una simple condición: yo hablo, el otro escucha; me responde, yo escucho.
Bien, pues si la oración es, en esencia, un tiempo para platicar con Dios,
entonces debe existir un intercambio de información entre Él y yo. Yo hablo, me
escucha; el habla, yo escucho. Pues bien ¿es esta la forma en que oramos?
Como mencioné, nuestras oraciones suelen centrarse en
monólogos, no en diálogo. Yo crecí en una Iglesia de corte tradicional. Aprendí
a respetar a Dios, a amar los himnos, a orar por las misiones y muchas cosas
hermosas. Sin embargo, aunque me enseñaron que la oración era una plática, no
se esperaba que Dios me respondiera; bueno, sí; pero solo lo haría a través de
un estudio serio de la Palabra de Dios.
Entonces, sucedió un parteaguas en mi vida. Abandoné la CDMX
para mudarme al Estado de México. Solo tenía 9 años. En nuestro nuevo lugar de
residencia comenzamos a buscar una Iglesia. Pronto me di cuenta que en ella los
hermanos se acercaban a Dios de manera diferente, y comencé a aprender que
había algo llamado «profecía»; descubrí otra forma en la que Dios podía
hablarme.
Tal vez te pasó como a mí, anhelaba profetizar. Bueno, hablar
en lenguas, interpretarlas y profetizar. Solo que, como bien sabes, el don de
profecía solo es para algunos, no para todos. Así que, como Dios era quien
repartía los dones según su voluntad, anhelaba ser de los «escogidos» para tan
noble tarea. Pues yo quería escuchar la voz de Dios.
A veces, llegamos al culto, nos sentamos y escuchamos al
predicador, sobre todo cuando es un hermano invitado y lo escuchamos decir
«Dios me dijo». Yo los escuchaba y deseaba con todas mis fuerzas que Dios me
hablara a mí también. Por supuesto, en aquel tiempo pensaba que Dios solo se
comunicaba con los Pastores, los Predicadores, los creyentes que estaban «bien
metidos» con Dios; los que estaban ardiendo en el «fuego» del Espíritu Santo.
Nadie me dijo que Dios hablaba con todos los creyentes, con
TODOS. Que ese es uno de los privilegios logrados por la obra redentora de
nuestro Señor Jesús, facilitado por el Espíritu de Dios que vive dentro de
nosotros y nos conecta con el Padre. Eso lo sé ahora, y me hubiera facilitado
muchos las cosas. Vaya, recordando mi vida ¡nos hemos olvidado de Samuel! El
último Juez de Israel.
Samuel era un niño, al servicio del Señor, bajo la tutela del
Sumo Sacerdote Elí, vivía en el Tabernáculo. Y en medio de la noche, escuchó
que alguien lo llamaba: «Samuel, Samuel». Solícito se presentó ante el
Sacerdote: «¿Me llamó?». No, fue la respuesta de Elí. Es hasta la tercera vez,
que Elí al fin comprende que es el Señor quien llama al pequeño. Le dice: «La
próxima vez que te llame la voz, responde, habla Señor que tu siervo escucha».
Ese fue el inicio del ministerio profético de Samuel.
¿Te das cuenta? Al igual que yo, en mi niñez, no sabía que Dios
podía hablarme. No comprendía su forma de comunicarse. No sabía como
escucharlo. Al leer este pasaje me di cuenta que tenemos una labor muy
importante por delante: Enseñar a las nuevas generaciones como escuchar a Dios.
El reto que enfrentarán no será fácil, pero si saben dialogar con Dios, su
relación con el Eterno será más profunda.
Por supuesto, no se puede enseñar algo que no se sabe hacer. Tal
vez. Como yo, anhelas que Dios te hable y no sabes cómo escuchar su voz.
Solemos pensar que lo hace de una forma extraordinaria (bueno, sí, a veces). Pero,
la mayoría de las veces lo hace de formas muy sencillas, de hecho, cuando
enseño acerca de como Dios habla, los creyentes descubren que Dios sí les
habla, pero que simplemente desconocían las formas en que lo hace.
Querida Iglesia, por eso quiero animarte a que aprendas a
escuchar la voz de Dios, porque de esa manera podremos enseñarles a nuestros
hijos, a nuestros jóvenes, a los nuevos creyentes cómo hacerlo. En lo personal,
fue un largo camino, hasta que aprendí como escuchar su voz. Ahora, toca
enseñar las lecciones aprendidas. Facilitar el camino a los que vienen detrás.
La mala noticia es que no explicaré en esta reflexión como
habla Dios, lamento decepcionarte. Es un tema que requiere espacio y la debida
atención. Pero, la buena noticia es que no lo hago por la simple razón que esa
enseñanza ya está disponible en este blog. En la etiqueta Oración encuentras dos entradas: "Requisitos para escuchar la voz de Dios" y "Formas en las que Dios habla". Allí puedes aprender cómo habla el Señor.
Pues bien, no me queda más que invitarte a orar… platiquemos
con Papá.
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