Día 11. Nunca es demasiado tarde
Día 11 de la contingencia COVID-19
«Ahora, como puedes ver, en todos estos cuarenta y cinco años desde que Moisés hizo esa promesa, el Señor me ha mantenido con vida y buena salud tal como lo prometió, incluso mientras Israel andaba vagando por el desierto. Ahora tengo ochenta y cinco años. Estoy tan fuerte hoy como cuando Moisés me envió a esa travesía y aún puedo andar y pelear tan bien como lo hacía entonces. Así que dame la zona montañosa que el Señor me prometió. Tú recordarás que, mientras explorábamos, encontramos allí a los descendientes de Anac, que vivían en grandes ciudades amuralladas. Pero si el Señor está conmigo, yo los expulsaré de la tierra, tal como el Señor dijo». Josué 14:10
Como duelen los fracasos, como desespera la espera. Como
desgasta el verte rodeado de gente que no tiene fe, que no habla en el idioma
que tú hablas. Para muchos puede ser tan desgastante, que terminan abandonando
su ministerio (incluso el cristianismo); se cansan de esperar la promesa y
terminan abortando para dedicarse a algo más. En estos momentos vienen a mi
mente tantos hermosos creyentes que se fueron o que, en el mejor de los casos,
dieron un paso atrás y dejaron de involucrarse con el Reino.
Nada tan estresante como el esperar. Todos los que vivimos en
México sabemos lo que es esperar. Cuando tenemos que hacer un trámite en
gobierno, o asistir a una consulta en los sistemas de salud del gobierno. Ahora
imagina lo que sería tener que esperar días, que se transforman en meses, luego
en años y, por último, en décadas.
Y tal vez, eres de esos creyentes que no hemos abandonado la
Iglesia, que asistimos y tratamos de apoyar de la mejor manera posible. Pero,
muy dentro de nosotros, sabemos que el propósito divino, que las promesas
acumuladas todos estos años, no se cumplieron. Puede ser que pienses que tu
tiempo ya paso, que ya es demasiado tarde, que ya no vale la pena volverlo a
intentar después de tantos fracasos. Si es así, esta palabra es para ti.
Era un príncipe de Israel, dela tribu de Judá para ser exacto.
Un hombre de convicciones firmes a favor de Dios. Fue uno de los doce espías a
los que Moisés les encargó ir a explorar la tierra que Dios les iba a entregar.
Con alegría pudo constatar que efectivamente era una región en la que fluía
leche y miel.
Donde sus compañeros vieron obstáculos insalvables,
desalentados por las grandes murallas y amedrentados por los gigantes que las
resguardaban; él vio una oportunidad para que el nombre de Dios fuera
glorificado. Espera. Ponte en sus zapatos. Tal vez se te haga conocido lo que
este hombre de Dios tuvo que vivir.
Asombrado, y entristecido lo más seguro. Escuchó a sus
compañeros, a excepción de Josué, comenzar a quejarse, verter su preocupación, su
miedo, sobre el Pueblo. Fue testigo de como el temor se apoderaba del Pueblo de
Israel. Trató, intentó convencerlos, recordarles las grandezas del Dios que
estaba de su lado. Pero fue en vano.
Miro a su tribu, a su gente, a su familia. Pero nadie se puso
de su lado. Nadie. Rasgo sus vestiduras, les habló con valentía, trató de
provocar en ellos la convicción de que podían lograrlo; les advirtió que no
provocaran al Eterno. Pero lo único que logró es que el Pueblo quisiera matarlo
a pedradas. Es entonces que la Gloria de Dios interviene. Y jura que ninguno de
ellos entraría a la Tierra Prometida, hiere con una plaga a los diez espías que
desalentaron al pueblo, y los condena a vagar 40 años en el desierto. Pero a Caleb
le promete poseer la tierra que exploró.
Caleb estuvo allí. Mirando con tristeza como el día más
glorioso; el momento del cumplimiento de la promesa derivaba en un día de
derrota; sus sueños se ven enterrados bajo la carga penosa de la pena de 40
años que les fue imputada. Observa un detalle importante conmigo ¡Caleb no
tenía la culpa! Pero tuvo que cargar con las consecuencias del pecado del
Pueblo. Mirar como su sueño se alejaba para colocarse 40 años en el futuro.
Josué es escogido como sucesor de Moisés y Caleb desaparece de escena.
Seamos Caleb por un momento, como se sentiría esos años viendo
al Pueblo pecar una y otra vez; se quejaban, Dios los castigaba, se quejaban,
Dios los castigaba, y así es la vivían. ¿Qué esperanzas había? ¿Qué compañía
para un corazón fiel como lo tenía él? ¡Era para que cualquiera se desanimara!
¡Era como para dudar de que en algún momento se cumpliera la promesa! Así pasa
el tiempo, entre el calor, arena y las quejas del Pueblo.
Pero llega el día, Israel atraviesa el Jordán. Cae Jerico,
también Hai. Israel se vuelve imparable, esta es una nueva generación con un
nuevo líder. La conquista de la Tierra termina, han pasado 5 años desde que
Israel empezó su campaña militar. La Tierra es repartida… Pero, algo faltaba,
sí; por supuesto, alguien no había recibido su promesa. Así que Caleb entra en
escena.
Se acerca a Josué y le recuerda la promesa que Dios le hizo a
través de Moisés. ¿Saben que me impresiona? Que la arena ardiente del deseo; el
paso de 45 años por el desierto; las amargas experiencias en él; la muerte de
todos sus compañeros y familiares de su generación; jamás extinguieron la fe
que había en su corazón de que viviría para tomar su promesa.
¡85 años! Esa era la edad de Caleb cuando llegó el momento de
obtener su promesa. Ahora, mira lo que dice este hombre, mira lo que este
abuelito expresa, mira lo que este anciano declara: Dame la zona montañosa que
el Señor me prometió. Pero, espera un momento; ¡Esa zona aún no había sido
conquistada! Caleb no les dice: Vayan, derrótenlos y luego me la entregan. No,
él solo pidió permiso para marchar con su gente y tomar esa ciudad. ¡A sus 85
años estaba listo para pelear por su promesa!
Aún más, querida Iglesia, esto se pone mejor. ¿Recuerdas las
características de esa ciudad? Si hacemos memoria, sus compañeros la describieron
con «murallas que llegan hasta el cielo» y que ante los gigantes que habitaban
allí «somos como langostas». La misma ciudad que desalentó a los diez espías,
es la misma ciudad que a Caleb lo llena de fe y plena seguridad en que Dios
cumpliría su Palabra. ¡Esa fe llevaba 45 años fortaleciéndose!
¿Tenemos que decirlo? Supongo que no, pero lo haré de todos
modos. Caleb marchó en contra de esa ciudad y la conquisto… ¡Con todo y
gigantes! No había forma de resistir a este hombre de Dios… Ahora, espera, ¿Y
tú? Aun no tienes 85 años (y aunque los tuvieras); no creas que las promesas de
Dios no se cumplirán. Y sí un hombre de esa edad conquisto su promesa, ¿Cuánto
más nosotros que tenemos la Salvación?
Así que mi querida Iglesia, levanta en alto tu cabeza; mira esas
grandes murallas, mira esos gigantes; ¡La victoria que Dios te dará será tan
grande! ¡no nos alcanzará la vida para proclamar las bondades de nuestro Señor!
Levántate del polvo, prepárate para el futuro. Sí, la promesa se ha tardado,
tal vez saliste de escena, tal ves te miras envejecido en el espejo… pero, mi
preciosa Iglesia, tu Dios sigue siendo el mismo. Es tiempo de vencer.
Quiero que nos quedemos con las palabras de Caleb: «Pero si el
Señor está conmigo yo los expulsaré». Esa es la clave, no la situación en la
cual estamos; porque recordemos que la victoria depende del Señor y no de
nosotros.
Animémonos. Luchemos. Nuestra promesa aún se vislumbra en nuestro
destino.
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