Día 30. Consagración
Día 30 de la Contingencia COVID-19
«Entonces Manoa le preguntó: —Cuando tus palabras se hagan realidad, ¿qué reglas deben gobernar la vida y el trabajo del muchacho? El ángel del Señor le contestó: —Asegúrate de que tu esposa siga las instrucciones que le di. No debe comer uvas ni pasas ni beber vino u otra bebida alcohólica, ni comer ningún alimento prohibido» Jueces 13:12-13 NTV
Sansón fue elegido para una vida especial, es el juez que más
se reconoce, pues para la gran mayoría reconoce la historia de su legendaria
fuerza. Desde que nació, él entró en una consagración especial, llamada Nazareato.
En Números 6, se nos explica que un hombre o mujer podían hacer este voto
especial. A través de él, se consagraban a Dios durante un tiempo.
Aquellos consagrados a Dios, conocidos como Nazareos, tenían algunas
prohibiciones, las cuales encontramos en el texto. No podían ingerir nada derivado
de la uva, ni bebidas embriagantes, no podían cortarse el cabello, comer cosas
impuras, ni acercarse a algún muerto. Cuando el tiempo de su voto terminaba,
podían hacerlo otra vez. En el caso de Sansón, el jamás podría hacerlo, porque
su voto era permanente.
Esto me lleva a la reflexión de hoy. Hacemos énfasis en el
hecho de que Dios puede usarnos de manera maravillosa, que nos hizo para un
destino grandioso, que tenemos a nuestra disposición grandísimas bendiciones y
provisión. Todo es cierto, pero no hablamos de la otra parte, de nuestra
responsabilidad al entrar a esa consagración; que junto con los derechos
adquirimos responsabilidades.
Tristemente, y acorde al pensamiento posmodernista que impera
en el mundo, a los creyentes nos encanta disfrutar de los beneficios de la
salvación, pero no nos gusta hacernos responsables de nuestras
responsabilidades. Pues es un hecho innegable que ser Hijos de Dios es lo más
maravilloso que nos pudo haber sucedido, pero también, tenemos en nuestras
manos una gran responsabilidad.
Pensemos un poco en lo que significó para Sansón ese voto. Fue
Juez y el Espíritu Santo se manifestó en él en forma de una fuerza física
maravillosa. Pero jamás pudo probar el vino. En la cultura judía era muy común
tomar vino en las festividades, pero Sansón jamás pudo «confraternizar» de esa
manera. Mientras todos degustaban de la bebida alcohólica, él tomaba otra cosa;
lo que inmediatamente lo diferenciaba de los demás.
Tal vez eso lo podemos entender, como creyentes, en nuestra
cultura occidental tampoco ingerimos bebidas embriagantes. Pero, vamos a pensar
en otro aspecto, el de su cabello. Jamás se afeitó el cabello (hasta que Dalila
hizo que se lo cortaran), ¿te imaginas lo que fue lidiar con eso? ¿de qué
tamaño lo tendría? ¿no sufrió más de una vez con el sofocante calor del Oriente
Medio? Sin embargo, no se lo cortó; tenía que cuidarlo, desenredarlo, peinarlo.
Al final, ¿qué tenía de malo si se lo cortaba? Pero la única razón por la que
no lo hacía era por motivo de su llamamiento.
En contraparte, los creyentes actuales no estamos dispuestos a
sacrificar nuestra libertad, creemos que tenemos el derecho de hacer como
queramos y que Dios está obligado a bendecirnos. Antes de avanzar, quiero que
se entienda bien que no estoy hablando aquí de modas, sino de lo que conlleva estar
consagrados para Dios.
Creo que todas estas prohibiciones tenían un propósito
específico: valorar el llamamiento. Las restricciones le recordaban al Nazareo
que no era libre, que su vida estaba al servicio de la Deidad. Lo importante era
el llamado, no la prohibición. Y este es el punto, querida Iglesia, que quiero
recalcar: ¿le damos la importancia debida a nuestra vocación? ¿Valoramos lo que
somos para Dios y nuestra consagración a Él?
De la misma forma que un hombre, o una mujer, no valora a su
pareja y comienza a serle infiel; cuando no valoramos nuestro servicio al
Padre, comenzamos a permitir que pequeñas cosas se interpongan en nuestra
relación con Él. Luego, el tiempo pasa, y cuando nos venimos a dar cuenta, nuestro
corazón ya no responde a los estímulos divinos. Porque no fuimos capaces de
dejar las pequeñas cosas que estorbaban nuestra relación con Él.
Por ejemplo, ¿estás dispuesto a apagar tu celular durante 24
hrs. para centrarte en Dios? ¿Le entregarías al Padre ese resentimiento que no
has querido soltar? ¿Valoras más tu derecho a sentirte ofendido que ser fiel?
¿Amas más tu preservación y el no querer que «te lastimen otra vez» a obedecer
el mandato de trabajar en unidad con una Iglesia? ¿Renunciarías al ministerio
que con tanto trabajo edificaste si él te lo pide?
Lo que aprendemos de Sansón es que si estamos consagrados al
servicio de Dios, entonces ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. Nuestro
todo debe estar depositado en el altar: familia, posesiones, metas, anhelos,
ambiciones, hobbies, paradigmas, ¡Absolutamente todo! Ya no nos pertenecemos a
nosotros mismos, servimos a una Voluntad superior y divina.
Jamás nuestra responsabilidad en esta consagración se igualará
a lo que hemos recibido: Elección, salvación, purificación, entrada al Trono,
heredad, dones, ministerios, compañerismo, ángeles, etc. Lo que devolvemos a
Dios en amor apenas es un mínimo de aquello que Él nos dio. Porque al final de
cuentas no estamos pagando por lo que recibimos, simplemente respondemos en
amor para cuidar la hermosa relación que Dios inició con nosotros.
Y quiero recalcar que lo importante, el énfasis, es la
relación, no las restricciones. La respuesta amorosa de un corazón obediente es
el resultado normal de la Vida. Pero, cuando tratamos de obtener su favor
poniendo en primer lugar las prohibiciones, el resultado es una frustrante
religión que produce muerte. Que esto quede claro.
Querida Iglesia, te invito que reflexiones ¿hay áreas de tu
vida que no has querido consagrar a Dios? Vivimos tiempos difíciles, es hora de
entregar todo a nuestro Dios. El Señor está a punto de derramar su Espíritu
como nunca antes… nuestra respuesta a su acción debe ser total, no importa lo
que cueste.
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