Día 26. Reconocidos en el cielo


Día 26 de la Contingencia COVID 19

«Después de la muerte de Abimelec, la siguiente persona que rescató a Israel fue Tola, hijo de Púa, hijo de Dodo.
«Después de la muerte de Tola, Jair, de Galaad, fue juez de Israel durante veintidós años.» Jueces 10:1a, 3ª


Abimelec muere. Se levantan dos jueces más, el primero se llamó Tola, el segundo, Jair. Y, así de simple, es todo lo que sabemos de ellos. Detalles insignificantes, que no nos dicen nada. Solo sabemos que recataron a Israel. ¿Cómo los llamó el Eterno? ¿Cuáles fueron sus hazañas? ¿Qué de relevante hubo en ellos? No lo sabemos. Solo sabemos que fueron jueces sobre Israel y que se les incluye en la lista donde aparecen Gedeón, Débora, Sansón.

Un aspecto me vino a la mente. Al principio del libro, también se nos habla de otros jueces, pero se nos da muy pequeños datos acerca de ellos. ¿Quién determinó que supiéramos la historia de unos, pero no de otros? Exacto. Fue Dios. En su soberanía el Señor permite que los hechos de una persona sean conocidos y los de otra no.

Lo mismo sucede con los Apóstoles. Muchas veces me he preguntado cómo fueron los ministerios de Tadeo, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, y los demás de quienes no sabemos más que recibieron el bautismo del Espíritu Santo y salieron a predicar las Buenas Nuevas. Me encantaría conocer sus anécdotas. En cambio, conocemos mucho de la historia del Apóstol Pablo, quien ni siquiera era uno de los doce.

Tenemos que reconocer que a quienes nos gusta esta parte de la exaltación, es a nosotros. Queremos que nuestros nombres sean conocidos; un ministerio que impacte; que influencie en multitudes; que nuestras enseñanzas cambien corazones; que nuestras oraciones traigan un cambio sustancial a este mundo; que nuestras manos sean instrumentos para obrar maravillas; que nuestros ojos vean visiones; experimentar visitas angelicales y experiencias sobrenaturales… para la Gloria de Dios.

Esta forma de vivir que tenemos metida hasta la misma esencia de nuestra humanidad, de querer ser el epicentro de todo, el origen del servicio al Padre, el centro en el que gravita todo lo demás. A veces lo hacemos arrogantemente, luchando por ser el centro de atención; peleando por un lugar dentro de la escena. Otras, lo hacemos con una falsa modestia. Aparentamos humildad, humillamos el rostro, pero nos sentimos heridos por no ser tomados en cuenta.

Cuando era más joven, asistía a los congresos cristianos. Escuchaba del poder de Dios, anhelaba ese poder. Quería que Dios me usará de manera maravillosa… y que mi influencia se extendiera por muchas Iglesias. Sí, también en mi corazón había este deseo de ser reconocido como un buen siervo de Dios. «Ir a las naciones». En mis arrogantes oraciones le decía a Dios que un día estaría orgulloso de mi esfuerzo, de mi obediencia, de mi actitud de santidad. Era sincero, pero no me daba cuenta de cuan orgulloso sonaba eso.

Y allí estaba yo. Mirando como el Espíritu se derramaba en medio de los aproximadamente 8000 jóvenes que estábamos en ese lugar. ¡Sanidades, profecía, liberación, llenura del Espíritu! Y recalco, lo estaba mirando, porque yo no sentía absolutamente nada. Por último, me sentaba a observar todo lo que Dios hacía, jajajajaja. Dios es bueno, ahora lo entiendo.

Bien, en aquellos ignorantes tiempos sentía que Dios me hacía un lado. No entendía por qué no me tocaba. ¿Había pecado en mi corazón? ¿No oraba lo suficiente? ¿No me había esforzado como se debe? Era lo que siempre pensaba. Así que, en lugar de disfrutar de una relación con un Dios que me ama y que se sacrificó por mí, me esforzaba más para ser digno de que su Espíritu se derramara en mí.

Le tomó mucho tiempo a mi cabeza dura entender que el cristianismo no trataba de mí; que trataba de Él. Bueno, ejem, aún lo sigo aprendiendo. De tanto en tanto el Señor me tiene que recordar que los reflectores están puestos en Él (Bueno, su Gloria es tan grande que opacarían a un millón de reflectores); y que no pueden estar puestos en mí. Todo es por gracia. Y Él es Soberano.

Como Iglesia debemos buscar que el Reino de Dios sea establecido en la tierra, cumpliendo fielmente en la posición que el Padre en su sabiduría me asignó. No importa si mi nombre, y los hechos que hice por su gracia, son conocidos por los demás. Nos debe bastar con escuchar estas palabras al término de nuestros días: «Bien hecho buen siervo y fiel». ¡Cómo anhelo ser digno de esas palabras!

Pero la fidelidad a Dios no se mide en actos; se mide por la actitud de nuestro corazón. Por eso nuestras obras pasarán por fuego, y todo lo que se hizo para exaltar nuestro nombre será quemado. Solo permanecerá lo que se hizo con un corazón que buscaba exaltar el nombre de Dios. Querida Iglesia, si la obra que has hecho fuera quemada el día de hoy ¿cuánta quedaría? Edifiquemos bien, preciosa Iglesia, no sea que nuestra perdida, en aquel día, sea grande.

El énfasis en nuestras reuniones debe cambiar. Los creyentes deben ser entrenados para servir a Dios de manera eficaz, y feliz, en aquello que se les ha encomendado. Dejemos de sobrevalorar los «ministerios de plataforma»: alabanza, artes, predicación, etc. Mostrémosles que cada día tenemos oportunidades de edificar el Reino, que los que están en áreas visibles solo hacen una pequeña parte de la labor de la Iglesia; que en el final de los tiempos nos llevaremos una sorpresa, pues muchos pastores recibirán menos honra que feligreses desconocidos.

Entonces, no sirvamos a Dios por el premio. No lo sigamos para buscar renombre. Aunque la mayoría comenzamos así, aún los discípulos se peleaban por saber quien iba a ser el mayor. No anhelemos ser los protagonistas del Reino. Ya hay un protagonista, alrededor de quien gira toda la obra de la Iglesia y ante quien se doblará toda rodilla: El Señor Jesús.

Querida Iglesia, no importa si no eres reconocido en esta tierra; no importa si en los Anales de los Famosos de la Tierra no aparece tu nombre. Cuida que tu servicio sea reconocido en el cielo. Aún, a la Iglesia le ha dado por hacer premiaciones de cantantes cristianos, ¿para qué ganar un premio de esos, si se pierde el alma? Deja de anhelar ser como ellos y comienza anhelar ser como tu Maestro y Señor.

¿Sabes cuál es nuestra más grande recompensa? La sonrisa del Maestro. Piensa en eso.

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